2 Reyes 4, 8-11.14-16a — Romanos 6, 3b-4.8-11 — Mateo 10, 37-42
«El que quiere a su padre o a su madre más que mí, no es digno de mí…» ». ¿Texto difícil? Sin duda un “texto mediterráneo”. Pero hay que recordar, como ya lo hicimos el pasado domingo, que Mateo escribe en un contexto en el que ser un cristiano resulta cada vez más exigente, especialmente para los judíos cristianos, a los que los otros judíos rechazan. Es muy probable que los cristianos pakistaníes, chinos y árabes cristianos encuentren que el evangelio de hoy es para ellos muy importante. También es posible que en los países de vieja cristiandad donde muchos jóvenes abandonan las prácticas religiosas de sus padres, estos escuchen con mucho interés la segunda parte de la frase inicial: «El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí». Pero, dejando de lado a los ‘paquistaníes cristianos’ y las ‘diferencias generacionales’, ¿cómo me inspira y cuestiona hoy este evangelio? ¿Cómo puede ayudarme a crecer humana y espiritualmente?
He aquí una primera reflexión, muy personal, sobre «El que conserve [se agarre a] su vida la perderá». Cuanto más viejo es uno, más rápidamente pasa el tiempo. Llega un momento en el que la brevedad de la vida es una evidencia. Entonces, en lugar de refugiarse en lo que algunos pretenden que es el “opio” de la religión, hacemos de obligación virtud, y entendemos mejor cuando Jesús nos aconseja vivir aquí y ahora, no hacer del mañana un problema, y, como nos aconseja hoy en el evangelio, pensar en la muerte con una sonrisa. Ese es el Jesús-Sabio que encontramos a veces en el evangelio de Mateo. Pero para Mateo Jesús es también y ente todo el Mesías, el Cristo que, todavía adulto, da su vida al servicio de los hombres. De ahí que seguirle, ser su discípulo, implique mucho más que aceptar la muerte. Se trata de dar su vida, esa vida que vivimos aquí y ahora, darla al servicio de los hombres. No importa que nuestra vida sea corta o larga. Cada momento es importante, tiene valor en sí mismo, porque contribuye a la larga marcha de nuestra humanidad hacia lo que Teilhard de Chardin, inspirado en San Pablo, llamó el «Punto Omega», momento máximo de complejidad y consciencia, el Cristo Total.
«El que os recibe a vosotros, me recibe a mí». Es mi segundo punto. Coincidencia una vez más, escribo estas líneas un 29 de junio, fiesta de San Pedro y San Pablo. La conversión de Pablo o el arrepentimiento de Pedro no borraron sus defectos: el orgullo de Pablo, incapaz de convivir con Marcos, y orgulloso de su independencia económica; la cobardía de Pedro, renunciando a comer con los Gentiles en cuanto aparecían los judíos cristianos de Jerusalén… Sin embargo es a través de Pedro y Pablo que el Espíritu de Jesús nos invita a ser libre y abiertos con todos. El domingo pasado mencioné el ejemplo de Tomas Moro, que respetaba al corrupto Julio Medici como Papa Clemente VII. Incluso hoy habla la prensa sobre casos de pedofilia entre los líderes de nuestra comunidad cristiana. Aceptémoslo, Pedro y Pablo, Tomas Moro y Clemente VII, el papa Francisco y el cardenal Pell, encarnan bastante bien lo que somos, con virtudes y defectos, nosotros, la comunidad cristiana…
Y Jesús nos dice: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí». ¡Qué responsabilidad la nuestra! Inútil que nos subamos a un pedestal. ¿Somos suficientemente transparentes y humildes para que quienes nos acogen, aun observando claramente nuestras debilidades, puedan sentir que es a Jesús a quien ellos acogen? Y ante todo, ¿somos capaces de ir más allá de los defectos y virtudes de aquellos con quienes nos encontramos, sabiendo que en ellos, es a Jesús a quien encontramos, y que en ellos, por débiles y pequeños que parezcan, es a Jesús a quien damos de beber?
Ramón Echeverría, mafr