Imagina que vives en una parcela. Imagina que tu vecino quiere entrar porque están a punto de asaltar su casa, tomarla por la fuerza. Sabes que puede morir, pero aún así decides no dejarle entrar. ¿Por qué? ¿Cómo se puede ser tan mala persona? Más o menos ese es el sentimiento de muchos con respecto a la decisión de Egipto de cerrar el paso de Rafah con Gaza.
A pesar de las informaciones de ayer lunes sobre un acuerdo con Estados Unidos e Israel para la potencial apertura, bloqueada en un principio, esta sería solo para ciudadanos extranjeros o con doble nacionalidad, no palestinos. El presidente egipcio, Abdelfatá Al-Sisi, se ha excusado en los últimos días diciendo que, de aceptarlo, sería la expulsión definitiva de los palestinos de su patria y que por eso deben “mantenerse firmes y permanecer en su tierra”.
Pero la realidad es que a Al-Sisi no le interesa. Egipto vive una de sus peores crisis económicas con el país sumido en la deuda y una inflación de récord mes a mes, llegando al 38% en septiembre. La deuda del país se ha disparado casi un 17% en un año hasta el 97% del PIB y en enero tuvieron que acordar otro préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI) por valor de 3 mil millones de dólares para no caer en bancarrota. Ahora, Egipto no cumplió su parte de las promesas y el aumento del gasto ha hecho que el FMI haya retrasado la revisión y, por lo tanto, el segundo pago se haya quedado en el limbo. La agencia Moody’s ha rebajado a ‘bono basura’ el bono en dólares y el país encima se enfrenta a elecciones en diciembre, con todo el gasto que supone, solo para que Al-Sisi, que lleva gobernando desde el golpe de Estado de 2013, refrende un tercer mandato.
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