Deuteronomio 8,2-3. 14b-16a — 1 Corintios 10, 16-17 — Juan 6, 51-59
Varias veces en el evangelio de Juan parece como si los interlocutores tuvieran miedo del lenguaje simbólico y pictórico de Jesús. ¿Quién sabe dónde puede conducirles? Pero Jesús lo aprovecha para ganarse sus corazones y que así puedan vivir. “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo?”, pregunta Nicodemo. Y Jesús le ofrece una nueva vida en el Espíritu. La mujer samaritana le interroga: “Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde vas a sacar el agua viva?”. Y Jesús hará que el corazón fatigado de esa independiente mujer palpite de nuevo. “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” se preguntan hoy extrañados. Y Jesús les responde: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. Siempre la Vida, la verdadera Vida.
De hecho, la mujer samaritana, Nicodemo y los judíos del evangelio de hoy, juegan con las palabras porque tienen miedo a cuestionarse, a madurar, a cambiar de horizonte, a crecer, a vivir. Nicodemo se siente demasiado viejo para comenzar una nueva vida. La mujer samaritana, demasiado curtida como para apreciar cualquier novedad. Los judíos, demasiado seguros de su monoteísmo racional para admitir que Dios pueda compartir su vida con nosotros. “El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí”, les dice Jesús. Y encontramos su reacción en la acusación presentada ante el gobernador Poncio Pilato: “Y según esa Ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”.
Tienen miedo a la realidad misteriosa que el lenguaje simbólico de Jesús hace presente. Sin embargo, puesto que conocían las escrituras, no hubieran debido extrañarse. Así habla por ejemplo la Sabiduría en el libro de Proverbios: “Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado. Dejad la inexperiencia y viviréis” (Proverbios 9). Y en el libro de Ben Sira “Venid a mí los que me amáis, y saciaos de mis frutos… El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed” (Ben Sira 24).
He recibido la gracia de conocer en el Magreb a pequeñas comunidades, a veces dos o tres hermanas completamente insertadas en un entorno musulmán, que vivían –¿literalmente? ¿simbólicamente? ¿materialmente? ¿espiritualmente? ¿todo al mismo tiempo?—del, y gracias al Pan de la Eucaristía. Un sacerdote las visitaba cada dos o tres semanas. Uno sentía casi físicamente la densidad espiritual de las celebraciones, sobrias, como en familia, sencillas, y en las que los asistentes tomaban la palabra tanto como el sacerdote. Difícil contar el número de todas las “normas litúrgicas” que allí no se seguían… Pero la comunidad vivía del, y gracias al Pan de la Eucaristía. Nunca he escuchado la palabra «transubstanciación» durante esas celebraciones. Nunca se habló de “Jesusito encerrado en el tabernáculo”. Nunca ví una «custodia»… Pero era evidente que las hermanas vivían del, y gracias al pan de la Eucaristía, y en él encontraban la inspiración y la fuerza para ser “sal y luz”, “buena noticia” y semilla de “fraternidad universal”…
En todo esto es en lo que pienso en este día del Corpus. “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”, dijo Jesús. Y Pablo saca a menudo las conclusiones, “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”, que leemos en la segunda lectura de hoy. Se trata de algo vital, ¡de la Vida misma! A menudo nuestra enorme capacidad de razonar, explicar, organizar y construir… termina sofocando la Vida que está dentro de nosotros, esa Vida que uno, sólo puede vivir, puesto que es la Vida del Dios-Misterio en nosotros. Y por todo ello este domingo, con gran alegría doy gracias al Señor por todas estas pequeñas comunidades que viven –¿literalmente? ¿simbólicamente? ¿materialmente? ¿espiritualmente? ¿todo al mismo tiempo?—del, y gracias al Pan de la Eucaristía.
Ramón Echeverría, mafr