“Si a alguien le hacen falta proteínas, con cinco o seis grillos grandes le sería suficiente para una comida. Tendría que pagar por ellos unos 500 francos ruandeses (algo menos de 45 céntimos de euro), lo que no es demasiado caro. ¡Y están muy buenos! Además, muchas personas en Ruanda no disponen de medios suficientes para comprar carne, pero estos insectos pueden paliar todas esas necesidades”, explica Cedric Nkundwanabake, de 31 años, mientras pasea entre una media docena de contenedores de plástico que parecen saludarle con un gri, gri, gri. Y añade: “La gente tiene la idea de que en la comida solo interesa la cantidad, pero lo que importa realmente es la calidad. Además, con estos bichos se pueden hacer otras cosas: mezclarlos con pan, elaborar harinas…”.
Nkundwanabake, que proviene de una familia ruandesa tradicional y numerosa –tiene seis hermanos y una hermana–, estudió Ingeniería Agrícola y se ha dedicado profesionalmente al cultivo de diferentes plantas comerciales y vegetales desde que acabó la universidad, además de al activismo contra el plástico. Pero un viaje a Uganda, hace ya más de un lustro, le abrió una puerta que nunca antes había pensado en cruzar. Él lo recuerda así: “En ese país vi a gente cocinando y comiendo insectos. Los disfrutaban, así que empecé a buscar información por internet. Toda la que pude: cómo se alimentaban, qué cosas necesitaba para su crianza… En 2016 comencé con dos cajas de grillos y fundé mi propia compañía, la Cricket Farming Rwanda. Lo hice en mi pueblo, Shyorongui, sin presión y sin ganas de competir con nadie. Primero quería aprenderlo absolutamente todo”.
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