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8º domingo ordinario A


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Isaías 49, 14-15   —   1 Corintios 4, 1-5   —   Mateo 6, 24-34

 

“No andéis agobiados pensando qué vais a comer o que vais a beber”. Pero entonces ¿por qué, según en este mismo evangelio de Mateo, los fariseos describen a Jesús como «un comedor y un bebedor»? ¿Por qué dio de comer a la gente que lo seguía y que estaban hambrientos? ¿Por qué presenta el Reino de Dios como un gran banquete al cual todos están invitados? ¿Por qué cuando damos de comer a uno de “estos más pequeños” es a Jesús, el Hijo del Hombre, a quien damos de comer? ¿Cómo hay que entender ese “No andéis agobiados pensando qué vais a comer o qué vais a beber”?

 

Si leemos el conjunto de los evangelios y no sólo el texto de este domingo, está claro que para Jesús ni las privaciones ni los ayunos tienen valor en sí mismos. Jesús no fue un asceta profesional. En su época, encontrar qué comer era para todos la primera preocupación. Sigue siéndolo salvo excepciones en nuestro mundo occidental. Y según Jesús es en ese mundo real, en donde encontrar cada día qué comer es tan importante, en donde estamos llamados a hacer presente el Reino de Dios. Describir ese Reino como un gran banquete en el que todos comerán hasta saciarse sigue estando de actualidad, terriblemente exigente para quienes podemos comer tres veces al día.

 

Y sin embargo, en la vivencia existencial de Jesús se da una prioridad mucho más absoluta que la de comer y beber: la comunión con Dios, tan íntima que nos permite llamarlo ‘abba’, ‘papá’, ‘padre’. Lástima que para hacer que entre la lectura del evangelio según Mateo en un año litúrgico se omite algunos pasajes del Sermón de la Montaña, que plasman de manera muy concreta esa comunión de Dios con nosotros. Nos habrían ayudado a comprender mejor las prioridades de Jesús: “Padre nuestro, danos nuestro pan de cada día”. “Cuando ayunéis, no os pongáis cariacontecidos… tu Padre que ve en lo secreto te recompensará”. “Dejaos de amontonar riquezas en la tierra… Porque donde tengas tu riqueza tendrás el corazón”.

 

¿Es tal vez para compensar esa omisión que este domingo nos ofrece en la primera lectura en el libro de Isaías el magnífico texto del poeta-profeta del Exilio? “¿Puede una mujer olvidar al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”.

Si tenemos en cuenta esa intimidad con Dios, podremos comprender el texto de hoy “No andéis agobiados pensando qué vais a comer o que vais a beber”.  Nuestra comunión personal y profunda con Jesús y en él con Dios es tan fundamental, que hace que el resto de nuestra vivencia cristiana pueda aparecer casi como algo secundario.  El hecho de que con Jesús seamos sal y luz del mundo y que nuestra vida cotidiana, nuestra vida familiar, nuestros esfuerzos por la paz y la justicia, la lucha contra el hambre en el mundo adquieran un valor infinito… debe seguir dejando el primer plano a nuestra intimidad personal con Jesús. San Pablo, a su manera un poco machista, saca las conclusiones de ello en su carta a los Corintios: “Que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; que los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él”. [1 Corintios 7.29].

 

Según San Pablo, especialmente en la primera parte de esa misma carta, y también según Jesús, los pobres y los más pequeños comprenden lo que Jesús significa mejor que los ricos y los eruditos: “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla”. Así que podríamos hacer nuestra una oración del libro de los Proverbios: “Dos cosas te he pedido; no me las niegues antes de morir: aleja de mí falsedad y mentira de palabras; no me des ni riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti, diciendo « ¿Quién es el Señor?´´; no sea que, necesitado, robe y blasfeme el nombre de mi Dios” [Proverbios 30: 7-9].

 

Ramón Echeverría, mafr


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