¡Un mundo al revés! Es lo que se vislumbra en el diálogo entre Jesús y Nicodemo, del que forma parte el texto de este domingo. Apenas si Nicodemo se atreve hablar, tan sorprendido está por las palabras de Jesús. ¡Incluso los ancianos como Nicodemo tendrán que volver a nacer! Qué extraña forma de salvar a los justos si, como la serpiente de bronce en el desierto, el Hijo del Hombre tiene que ser crucificado. Y encima, el «Día del Señor» anunciado por los profetas, que tenía que haber sido un día terrible para los enemigos de Dios y de Israel, va a ser en realidad un día de salvación que a todos se ofrece, puesto que el Hijo no viene a condenar sino a salvar. Y sin embargo, por muy sorprendido que estuviera, Nicodemo tuvo que comprender algo, puesto que tras este encuentro se hará discípulo de Jesús. Lo defenderá cuando los escribas y fariseos querrán encarcelarlo (Juan 7). Y con José de Arimatea, retirará el cuerpo de Jesús para enterrarlo.
Me gustaría compartir dos ideas. Una sobre Nicodemo. La otra a propósito del paralelo sugerido por el evangelio entre la crucifixión de Jesús y la serpiente levantada en el desierto.
Comencemos con Nicodemo. Sería imposible explicarle el mar a quien nunca hubiera visto, tocado o bebido algún tipo de agua. Del mismo modo, nunca Nicodemo habría podido ser discípulo y recibir «La luz que vino al mundo», sin haber sentido primero en su corazón, consciente o inconscientemente, la luz de la chispa que Dios había plantado en él desde el momento de nacer, y sin haber estado en el proyecto de Dios desde toda la eternidad. ¡La chispa de Dios! La recibimos todos. ¿Cómo explicar si no el deseo universal de un mundo mejor y más justo, cada vez más alejado de ese mundo animal poblado por depredadores y con “cadenas alimenticias” de las que no se puede prescindir? Pero también es importante aceptar que muchos de nosotros “prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras [y nuestras] eran malas”. O sencillamente porque el maravilloso proyecto que la chispa nos ha hecho a veces entrever, ha resultado siempre superior a nuestras fuerzas, y hemos constatado que formamos parte de una humanidad incapaz de alcanzar sus mejores sueños…
En ese contexto el evangelio de Juan introduce la figura de la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto, a la que había que mirar para ser curado. Nuestra experiencia nos dice que sólo a través de gestos materiales, gestos que los expertos llaman «simbólicos», podemos cruzar las murallas de nuestra singularidad y soledad para vivir en comunión con la soledad y la singularidad del otro, del amigo, del esposo… o de ese “Otro absoluto” que llamamos ‘Dios’.
En nuestros días, entre los gestos simbólicos, nada tan material como los bytes que llegan a mi pc, y los pixeles que dibujan sobre la pantalla el retrato de mi amigo que está al otro lado del mundo… O las vibraciones del altavoz, por las que la música de Vivaldi me hace sentirme en armonía con el universo. En el narrativo del Éxodo, el gesto simbólico por el que quedaban curados y en comunión con Dios consistía en mirar a la serpiente de bronce. En el evangelio de San Juan, según las palabras de Jesús de este domingo, sólo viéndolo crucificado podremos atravesar la frontera que nos separa de él para que él pueda compartir con nosotros su vida, su fuerza, y el proyecto que está realizando de una nueva humanidad.
En esto, y aunque lo diga a su manera, Juan coincide con los otros escritores cristianos de la primera generación. Según Marcos (¡Marcos una vez más!), fue al observar cómo Jesús había muerto que el soldado romano llegó al convencimiento de que Jesús era Hijo de Dios. Por su parte, Pablo insiste: los judíos buscan prodigios y los griegos sabiduría. ¡Y nosotros proclamamos un Cristo crucificado! En cuanto al texto de hoy, me gusta una vez más cuando Chouraki traduce “fe” por adhesión, apego a una persona: “Y como Moshe levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo hombre que se adhiere a él tenga vida en permanencia”. Adherir, apegarse a Cristo crucificado. Todo un programa para la Cuaresma. Y para toda la vida.
Ramón Echeverría, mafr