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2º domingo de Pascua B

manos-crucificadas
Hechos de los Apóstoles 4,32-35   — 1 Juan 5,1-6   —   Juan 20,19-31

He meditado sobre la respuesta de Jesús a Tomás, “Trae tu mano y métela en mi costado”, después de que el discípulo dijera “Si no veo en sus manos la señal de los clavos… “. ». Por una parte Jesús, el Resucitado, vive ahora en una dimensión diferente (aparece y desaparece incluso si las puertas están cerradas), pero al mismo tiempo no puede ser más humano, con sus manos agujereadas y el costado abierto.

Esa especie de incongruencia, de aparente oposición, no me perturba. Las contradicciones son parte de nuestra experiencia más íntima y vivir con ellas y encontrarles sentido es condición esencial de la madurez humana. Somos a la vez espirituales y materiales. Cada persona es única, pero no puede serlo fuera de un contexto social. Experimentamos al mismo tiempo la soledad que nos separa del otro y la comunión con él. Seguidores de Jesús, proclamamos que el «Dios» totalmente desconocido e insondable se nos presenta en un individuo nacido hace dos mil años, y que hablaba arameo con acento galileo. Y en el texto de hoy, ¡el Señor resucitado nos muestra sus manos agujereadas!

En realidad, esas tensiones humanas y espirituales que personalmente asumo, producen en mí ante todo un sentimiento de admiración hacia el Antiguo Testamento. Y también me invitan a seguir hablando de “Dios” y de su Cristo con las imágenes e incluso los antropomorfismos que el lenguaje humano pone a mi disposición.

Rezo cada día los Salmos y medito a menudo los textos del Antiguo Testamento. Estoy convencido de que precisamente porque respetaban de modo absoluto la alteridad y trascendencia de Dios, hasta el punto de no pronunciar su nombre, los hombres y mujeres de la Biblia podían cantar “El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y Nube lo rodean, Justicia y Derecho sostienen su trono” (Ps 97). Y que el profeta Oseas podía hacer decir a Dios acerca de Israel «Por tanto, mira, voy a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al corazón”.

Y hoy, ¿cómo hablar de ese Dios que viene a mí en el Resucitado, con sus manos agujereadas y su corazón abierto, si no con mi pobre lenguaje humano? ¡Cuánto me gustaría ser místico y poeta, y ser capaz de evocar aquello de lo no conseguimos hablar! Por lo menos me siento feliz al utilizar las imágenes, el vocabulario, y las expresiones de quienes me han precedido en mi adhesión a Dios y a su Cristo. “Dichosos los que creen si haber visto”, nos dice Jesús a nosotros, discípulos del Resucitado, al mismo tiempo que nos muestra su corazón abierto.  Jesús dice sobre todos nosotros, discípulos del Resucitado que muestra su corazón abierto. Y yo puedo proclamar que en Jesús Dios nos ama, comparte nuestra vida, sufre, y muere.

De hecho, escribiendo su evangelio, Juan buscaba, entre otras cosas, oponerse a quienes negaban la idea de que un Jesús Hijo de Dios llorase, tuviera hambre, muriese. ¡Dios tenía que seguir siendo Dios y el hombre seguir siendo hombre! ¡Demasiado difícil el que un Hijo de Dios fuese hombre! Sobre todo porque según San Juan y los otros escritores del Nuevo Testamento, ese hijo de Dios sigue teniendo hoy hambre, sigue llorando y muriendo, puesto que se identifica con cada uno de nuestros semejantes. Y nos exige además que no nos quedemos indiferentes ante su humanidad constantemente renovada.

El mismo Resucitado que pidió a Tomás “Trae tu mano y métela en mi costado, se nos presenta hoy en el parado que se siente humillado, en el enfermo que sufre, en el extranjero que busca una vida mejor… Y nos dice “Trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”.
Ramón Echeverría, mafr

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