Jeremías 20, 7-9 — Romanos 12, 1-2 — Mateo 16, 21-27
Un domingo más Simón-Pedro está en el centro de nuestra reflexión. Poco importa que los historiadores discutan sobre cuál fue su papel oficial en la primera comunidad cristiana. El hecho es que según los evangelios Pedro fue quien con su comportamiento y sus preguntas incitó a Jesús a que expresara mejor lo que esperaba de sus discípulos y amigos. Fue Pedro quien preguntó: “Señor, ¿cuántas veces debo perdonar?”; “Lo hemos dejado todo para seguirte. En vista de eso ¿qué nos va a tocar?». Y hoy, continuando el evangelio del domingo pasado: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte”. La respuesta de Jesús no puede ser más explícito: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo…”. Pero, ¿qué significa eso para cada uno de nosotros?
Los historiadores nos dicen que Pedro murió probablemente en el año 64 (o 67), antes pues de que los informes y las noticias sobre de Jesús que circulaban en las comunidades se convirtieran en los evangelios que conocemos hoy. Pero durante su vida Pedro tuvo que leer y escuchar lo que de él se decía, así como la reacción de Jesús que leemos este domingo. ¿Cómo lo veía él 30 años después de los acontecimientos? Y al acercarse su propia muerte ¿qué significado daba él a las palabras de Jesús “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo”?
Sin duda que también nosotros nos hacemos preguntas parecidas a propósito de nuestra propia vivencia. Hace cincuenta años, cuando me estaba preparando para África, sentí que Evangelio de este domingo me invitaba a la generosidad, una generosidad como la de Jesús, gratuita y total, la que sus discípulos no entendían cuando querían posicionarse en los primeros lugares del futuro Reino. Luego, una vez en África, comprendí rápidamente que sólo Jesús era capaz de tal generosidad. Nosotros somos humanos y débiles, y querer ser el ‘mejor’ y «el más comprometido» no tiene ningún sentido.
Cincuenta años más tarde, cuando Jesús me dice “Si uno quiere salvar su vida, la perderá”, me parece de sentido común. Morimos todos, y es inútil tratar de salvar la vida. Sería estúpido si pretendiera lo contrario, o si quisiera ser el más rico, el más inteligente o el más comprometido del cementerio (o el Columbario, según la nueva moda).
He aprendido algo más a lo largo de estos años sobre esa cruz que Jesús me invita a cargar para poder seguirle mejor. Esa cruz no se elige. No se prevé. Ni tampoco se desea. Se nos da, se nos impone, aquí y ahora. Y por eso nos sorprende tan a menudo. No está hecha del material que habíamos previsto o que hubiéramos elegido. No nos deja ninguna iniciativa, y de ahí la enorme dificultad que tenemos para acogerla. Especialmente cuando son mis vecinos, mis correligionarios, mis compañeros más cercanos quienes se han convertido en mi cruz. Porque Jesús me pide que los acoja, que los lleve conmigo, y que le siga.
Ramón Echeverría, mafr