Estamos viviendo momentos dramáticos de la historia humana. Hemos pasado los últimos 10 mil años, la era del holoceno, con relativa calma, y con un clima medio de 15 grados centígrados. Todo empezó a cambiar a partir del siglo XVIII con la revolución industrial y energética. La concentración de CO2, responsable principal de los disturbios climáticos, empezó a dispararse. En 1950 alcanzó las 300 ppm, en 2015 superó las 400 ppm y en la actualidad se acerca a las 420 ppm.
Dicen los especialistas que el nivel de CO2 en la atmósfera, potenciado por la entrada del metano producido por el deshielo de los cascos polares y del permafrost (regiones heladas que van de Canadá hasta los confines de Siberia), que es varias veces más dañino que el CO2, ya es el mayor, por lo menos de los últimos 3 millones de años. Se teme seriamente que plagas congeladas hace muchos miles de años, una vez descongeladas puedan afectar a nuestro sistema inmunológico, que no sería inmune a ellas, acabando por destruir muchas vidas.
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¿Tenemos la posibilidad de retrasar el fin del mundo, en la expresión del líder indígena, Ailton Krenak? Podemos. Hagamos un ejercicio mental sobre nuestro tiempo dentro del gran proceso cosmogónico. Si reducimos la edad del universo, sus 13.700 millones de años, a un año, la primera singularidad, el Big Bang, habría ocurrido el día primero de enero. La vida, sólo el 2 octubre. Nuestro antepasado el homo sapiens, el día 31 de diciembre a las 11 horas y 53 minutos. Nuestra historia documentada, en los últimos diez segundos antes de medianoche. ¿Y nosotros? En una fracción de segundo antes de la medianoche (son los cálculos del físico y cosmólogo Brian Swimme).
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