El papel de las mujeres durante y después de una guerra es casi siempre dramático. Las ucranianas que se marchan hoy de su país lo hacen dejando atrás a los hombres y una vida entera construida. ¿Qué será de ellas?
Hay ocasiones en las que, contra toda lógica, cuanta más información se produce y se emite sobre un determinado acontecimiento, menos luce la gama de grises que lo envuelve y más se oscurecen las zonas de penumbra con las que inicialmente se presentó.
No es casual. En tiempos de pensamiento débil, dogmatismo y dominio de la posverdad, las cosas son exclusivamente lo que parecen, las emociones sustituyen la racionalidad y los únicos colores perceptibles con nitidez son los de las banderas.
El relato de una guerra, por ejemplo, se construye antes de que suene el primer disparo y el desarrollo de las operaciones bélicas debe ajustarse a las exigencias de un guión preestablecido y de los actores elegidos para interpretarlo.
Aceptando la distinta densidad moral de víctimas y verdugos, no siempre es fácil asignar con acierto el rol convencional de vencedores, ni parece aceptable admitir que todas las víctimas lo son en igual medida.
Un superficial vistazo a la extensa literatura sobre las últimas guerras avala la tesis de la específica posición de la mujer en los escenarios bélicos, su cosificación, su salvaje instrumentalización y su sistemática desconsideración omisiva en los tribunales y en los análisis postconflicto.
Las mujeres que hoy están envueltas en la invasión rusa de Ucrania eran, hace apenas unos días, periodistas, profesoras, cantantes, funcionarias, ministras, bailarinas, amas de casa, youtubers, más o menos creyentes. Eran lectoras, feministas, cinéfilas, veganas; cosmopolitas unas, hippies otras, rurales, urbanitas o punkis, pobres o adineradas, con orientaciones sexuales diferentes. Muchas eran estudiantes de las que hacen preguntas o atienden en silencio, más o menos ingenuas, políticamente conservadoras o progresistas.