Durante mucho tiempo la Iglesia se presentó como sociedad perfecta, junto a, o por encima de la sociedad civil y con poder para influir en ella desde unas verdades divinamente reveladas. Esa visión explica de algún modo la actitud defensiva de la Iglesia cuando los seres humanos en la época moderna quisieron pensar por su cuenta, tomar la palabra y actuar con libertad. Ya en su organización la Iglesia funcionaba y era percibida como sociedad de desiguales: unos pocos mandan, enseñan y celebran, mientras la mayoría obedecen, escuchan y asisten.
Finalmente, como la sociedad europea y concretamente la española, se confesaba oficialmente cristiana, la misión prácticamente se identificaba con el anuncio del Evangelio a gente y pueblos alejados “que vivían en tinieblas de muerte”
Cuando ya en los pueblos europeos de tradición cristiana era manifiesta la apostasía de las masas y la emancipación del mundo respecto a la Iglesia, el Vaticano II (1962-1965) aportó luz nueva.
Sin negar el lado sombrío del mundo, el concilio lo mira positivamente: «la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado”. Se reconoce que en la evolución del mundo actúa ya el Espíritu.
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