Hemos de repensar nuestra forma de estar en el mundo y actuar en consecuencia para cambiarlo, no solo reforzando nuestra ideología o nuestra solidaridad, sino imponiendo un nuevo modelo de sociedad global. Es eso o correr el riesgo de extinguirnos como especie.
Si algo nos está enseñando este coronavirus en su expansión mundial es que somos mortales, pequeños, y muy poco necesarios para el mundo natural. Este respira más libre y tranquilo sin nosotros, expandiéndose sin preocupaciones hasta casi ocultarnos durante los distintos confinamientos interplanetarios.
Lo que nos está dando este ínfimo y peligrosísimo virus es conciencia, conciencia de finitud. Nos resitúa como especie en la casilla de salida de la que nunca debimos salir, la primitiva y arcaica situación de ser un ser vivo más, sin mayor o menor importancia que otros.
Esta inmensa y desagradable sensación de descubrir de golpe que por más que nos parapetemos bajo nuestra supuesta supremacía tecnológica sobre el medio, de nuestra inteligencia real y artificial, no somos más que seres vulnerables e insignificantes ha golpeado de pronto nuestros cimientos, nuestra base epistemológica, nuestra forma de ser y estar en el mundo.
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Un momento idóneo para el cambio
Ahora más que nunca, debemos repensar nuestra posición en el mundo y actuar en consecuencia. Cambiarlo es posible no solo reforzando nuestra ideología o nuestra solidaridad, sino imponiendo un nuevo modelo de sociedad global, desde la igualdad, el equilibrio, la sostenibilidad y el respeto (y no desde la superioridad explotadora del planeta y su diversidad como venimos haciendo desde la primera revolución industrial).
Es dar el paso o correr el riesgo de extinguirnos como especie. Es volver a ser cavernícolas sapiens sapiens que en medio de la era glacial fueron capaces de sobrevivir a sus contemporáneos neandertales con su espíritu colaborativo, uniendo poblaciones y conocimientos y huyendo del aislacionismo de estos últimos.