Ibra conduce su taxi impoluto desde el Aeropuerto Internacional Blaise Diagne, camino a las luces de Dakar. La hilera de farolas que enmarcan el primer tramo de carretera transmutan dos kilómetros después en el polvo de la noche senegalesa. Aquí y allá, a los lados de la calzada, aparecen carteles azules con tipografías francesas señalando diferentes direcciones a elegir, mientras que poco después del aeropuerto (y otra vez a mitad de camino, y otra vez antes de entrar en el área urbana de Dakar) regresan como un breve parpadeo las farolas y los carteles franceses que avisan de un peaje (y dos y tres peajes más) a doscientos metros (y diez y treinta kilómetros después).
Ibra no quiere quejarse de los peajes porque, según asegura rascando las monedas de la guantera, reconoce que los senegaleses tienen la obligación de pagar esta fantástica carretera construida por la compañía francesa Eiffage en la década pasada. De la misma manera que el Aeropuerto Internacional Blaise Diagne fue financiado por el Grupo Saudi Binladin (perteneciente a la familia del archiconocido Osama Bin Laden) y después por el grupo turco Summa-Limak, la A1 que lleva a Dakar ha sido financiada por multitud de organismos internacionales y empresas privadas europeas que requieren una recuperación de su inversión, y pronto, si no una amortización aceptable de la misma.
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