

Un periodista de ABC lo navegó un siglo después de su inauguración, y quedó maravillado con el paisaje que se le presentaba: «A babor se labra un sol de rayos deslumbradores que difumina la línea de color sangre de Oriente. El milagro de la masa líquida se encauza entre infinitas dunas de finas arenas». Poesía pura para dar vida a un canal, el de Suez, que era –y todavía es– una de las obras de ingeniería más colosales de todos los tiempos. Y vayan por delante los datos: situado en la intersección entre tres continentes, y a la vera de la estrecha península del Sinaí, consiguió que el trayecto que separaba Europa de sus colonias asiáticas se llevase a cabo en un suspiro.
Mucho se sabe de él; que si cuenta con 193 kilómetros de extensión, que si lo recorren miles de buques al año. Pero no se le suele dedicar ni una sola línea a los más de 20.000 campesinos que, durante las primeras fases de las obras, desde 1859, se dejaron la vida al edificar este portento de la ingeniería. Una construcción faraónica que bien recuerda a las pirámides.