

Joséphine Bahunga miró al horizonte con preocupación. El bullicio de las calles, que en pocos minutos se llenaron de personas alejándose a toda prisa de sus casas, aumentó su intranquilidad. Bahunga, una campesina de 48 años, enseguida comprendió que ella también debía abandonar su hogar. Ocurrió el pasado 22 de mayo. Poco después del atardecer, el cielo nocturno de la ciudad de Goma, en el este de la República Democrática del Congo, empezó a iluminarse con un resplandor rojizo. Era la advertencia de un desastre: una avalancha de lava estaba deslizándose desde la ladera de un volcán de 3.470 metros de altitud —el Nyiragongo— en la dirección de la urbe de Goma, habitada por cerca de 700.000 personas.
Bahunga reunió algunos objetos imprescindibles: ropa, cacerolas metálicas, un puñado de carbón para cocinar, un álbum de fotografías antiguo. Después, acompañada por cuatro de sus hijos, caminó 20 kilómetros hasta alcanzar un lugar seguro: la ciudad de Sake. La carretera que une ambas urbes se convirtió en un hervidero de personas, coches y motocicletas que intentaban escapar de la furia del Nyiragongo. Cerca de 416.000 personas abandonaron sus casas, según la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA).
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