Emilia Lozano y Luis Casillas impulsan junto a algunos vecinos de Hortaleza (Madrid) la asociación Somos Acogida. Esta organización surge de la solidaridad espontánea con los niños extranjeros solos que pululaban alrededor del centro de primera acogida que existe en el barrio. Algunos comenzaron incluso a dormir en la calle cuando, al cumplir los 18, eran expulsados del centro sin alternativas. Los vecinos ofrecen cobijo, alimentos y apoyo legal y laboral, en una tarea que dura ya dos años. La asociación ha logrado incluso abrir un espacio de acogida en un pequeño pueblo de Toledo que ha recibido a los chavales con los brazos abiertos y en el que se han sentido iguales por primera vez.
La historia de estos niños y de sus amigos de Hortaleza es un ejemplo del poder transformador de la compasión. Es la capacidad de sufrir y ser felices con el otro lo que cambia nuestra sociedad. En este caso, la capacidad de ver en los hijos ajenos a nuestros propios hijos. Si el rasero más básico de la decencia colectiva es el modo en que tratamos a los más vulnerables, el acogimiento familiar constituye una de las formas más radicales de dignificación social.
De acuerdo con los datos oficiales, la acogida familiar de niños extranjeros solos es un fenómeno infrecuente —menos de un centenar de casos por año en el conjunto de las comunidades autónomas—. El impacto, sin embargo, es tangible. Para los chavales supone una oportunidad de educación, integración y acceso al empleo. Un balón de oxígeno emocional y una alternativa a la institucionalización y la marginalidad. Para sus familias de acogida, una experiencia dura pero transformadora de la que a menudo obtienen tanto como aquellos a los que reciben.
El sistema de protección sufre una carencia pavorosa de recursos económicos, infraestructura social y protocolos específicos de formación y atención.