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Hay una pregunta que todos los años me ronda desde que comienzo a observar por las calles los preparativos que anuncian la proximidad de la Navidad: ¿Qué puede haber todavía de verdad en el fondo de esas fiestas tan estropeadas por intereses consumistas y por nuestra propia mediocridad?
No soy el único. A muchas personas las oigo hablar de la superficialidad navideña, de la pérdida de su carácter familiar y hogareño, de la vergonzosa manipulación de los símbolos religiosos y de tantos excesos y despropósitos que deterioran hoy la Navidad.
Pero, a mi juicio, el problema es más hondo. ¿Cómo puede celebrar el misterio de un «Dios hecho hombre» una sociedad que vive prácticamente de espaldas a Dios, y que destruye de tantas maneras la dignidad del ser humano?
¿Cómo puede celebrar «el nacimiento de Dios» una sociedad en la que el célebre profesor francés G. Lipovetsky, al describir la actual indiferencia, ha podido decir estas palabras: «Dios ha muerto, las grandes finalidades se extinguen, pero a todo el mundo le da igual, esta es la feliz noticia»?
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