El origen de mi vocación misionera se desarrolló en el último año de bachiller en el seminario de Bilbao, donde reinaba un gran ambiente misionero. Las diócesis vascas habían iniciado misiones en Ecuador, en las provincias de Los Ríos y El Oro y en el Congo Belga.
En abril, en Pascua de 1957, el Papa Pío XII publicó la encíclica Fidei Donum, con un apremiante llamamiento en favor de las misiones en África: “Es la hora de África”. En ese contexto nos visitó el padre Manuel Daguerre, misionero Padre Blanco, que había trabajado en Ruanda.
Mi decisión de entrar en los Padres Blancos no agradó mucho a mis padres que preferían tenerme cerca y que fuera sacerdote en la diócesis. Hubo también otras dificultades: un año antes de mi ordenación murió mi única hermana al dar a luz a su primer hijo, y eso destrozó a mi madre, que nunca se recuperó. Eso condicionó y retrasó mi nombramiento a África.
A finales del 67 me fui a Malawi. Aprendí lo básico de la lengua bastante rápido y bien. Con los años conocía y hablaba correctamente la lengua tumbuka que usa declinaciones como el latín.
Mi primera experiencia misionera fue muy dolorosa. De camino, en coche, tuvimos un accidente de vuelta de una gira por los pueblos con un grupo de estudiantes africanos, acompañados de un catequista y un sacerdote africanos. Este último murió atrozmente. Los demás y yo resultamos heridos.
Pero en Malawi, como en otros países de África, este tipo de accidentes no se consideran fortuitos, alguien los ha provocado. Me llevé un gran disgusto cuando me enteré que acusaban al catequista de haber puesto un “grisgrís” maléfico para deshacerse del que conducía el vehículo.
Gran parte de nuestra misión estaba acaparada por la formación de los catecúmenos. Todos los años había cientos de bautizos. Pero, al mismo tiempo, las “iglesias” éramos agencias del Estado para la educación y la salud. Yo mismo contribuí a la construcción de escuelas en zonas rurales. Los jefes de los poblados nos pedían abrir una escuela y empezábamos con pequeños grupos al aire libre, con un encerado y uno o dos profesores.
En el ámbito de la salud, las religiosas misioneras y malauíes hacían un trabajo maravilloso en los centros de salud y visitando los poblados, atendiendo, sobre todo, a las mujeres embarazadas.
Recuerdo cómo, Incluso los médicos del hospital del Gobierno en la ciudad, en una época de epidemia de cólera, venían a recogerme con un Land Rover y llevarme a los poblados para que hablara a la gente de las precauciones que tenían que tener con los contagios y con los cadáveres.
La epidemia de SIDA hizo estragos, sobre todo al comienzo, entre los empleados del gobierno. Tanto que lo apodaron como la enfermedad del Boma (funcionarios del gobierno). Fue también el caso de muchos maestros de escuela.
En los pueblos la gente temía el contagio y apenas cuidaban de los enfermos, que perdían mucho peso y nadie quería tocarlos. Recuerdo que, visitando a uno de ellos en el dispensario de la misión, le cogí de la mano y se extrañaron: “Mira, ¡le ha cogido de la mano!”
Pienso que lo más importante son las relaciones humanas cercanas, compartiendo gozos y sufrimientos, querer y ser querido.
Tal fue el mensaje de Jesús: “para que tengan vida y la tengan en abundancia” Y no únicamente en el cielo, sino aquí en la tierra, donde él pasó haciendo el bien, acogiendo y sanando, poniendo a la gente de pie, sobre todo a los pobres, enfermos y necesitados.
Una experiencia de ese vivir con y para la gente fue el caso de la hermana de un sacerdote diocesano que, para dar a luz en el hospital, necesitaba una transfusión de sangre. A media noche, este sacerdote y yo, acudimos al hospital para dar mi sangre. Así contribuí a la vida de la madre y del niño que nació. ¡Todo es gracia!
Ahora, desde que volví de África, vivo la última etapa de mi vida misionera en España, colaborando en proyectos altamente humanitarios.
De julio de 2008 a septiembre de 2014, participé en un proyecto de acogida de inmigrantes en Roquetas de Mar (Almería), en compañía de un grupo de voluntarios. Así lo hice, anteriormente en Madrid, apoyando el proyecto Karibu de Madrid.
Ahora que tengo tiempo y conociendo el francés e el inglés sigo mi trabajo misionero colaborando con traducciones para el CIDAF-UCM. Porque uno es misionero hasta el final.
Jesús Esteibarlanda (Mis. de África/Padre Blanco) – AFRICANA