| Jesús Díaz Herrera
Tuve que regresar diez días antes de lo previsto por el convenio firmado entre la Universidad Pontificia de Comillas y el Politécnico de Nacuxa (Mozambique) debido al inminente cierre de fronteras y del espacio aéreo. La comunidad internacional ha tratado así de mitigar la inevitable propagación del COVID-19. Llevaba apenas una semana en España cuando escuché al Papa Francisco, en su misa de siete en Santa Marta, orar por las Hijas de la Caridad que gestionan desde hace un siglo el dispensario del Vaticano en atención a los pobres.
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Misioneros – y misioneras – que se han batido el cobre sin prisa pero sin pausa con la muerte en tierras de misión. Han ofrecido su vida para que otros la tengan en abundancia en el seno de pueblos diezmados por la guerra, la hambruna y epidemias como la peste, la gripe, el ébola o la del odio, que es la peor. Cuatro siglos más tarde los encontramos en las mismas periferias; nada nuevo bajo el sol.
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