18/03/2021
Por Denise Murrell/ Departamento de Historia del Arte y Arqueología, Universidad de Columbia.
A comienzos de la década de 1900 la estética de la escultura tradicional africana llego a ejercer una poderosa influencia en la obra de artistas europeos que representaban a la vanguardia del arte moderno. En Francia, Henri Matisse, Pablo Picasso, y sus compañeros de la escuela de París combinaron el tratamiento estilizado del cuerpo humano propio de las esculturas africanas con estilos pictóricos derivados de las pinturas postimpresionistas de Cézanne o Gauguin. La planitud pictórica resultante, la paleta de colores vivos y las formas fragmentadas cubistas ayudaron a definir el modernismo temprano. Aunque estos artistas desconocían el significado original y la función de las esculturas de África central y occidental que habían descubierto, reconocieron al instante el aspecto espiritual de la composición y adaptaron estas características a sus propias obras para huir del naturalismo que había definido el arte occidental desde el Renacimiento.
Los pintores del expresionismo alemán como Ernst Ludwing Kirchner, del grupo Die Brücke (El Puente) que se reunía en Dresde y Berlín, fusionaron la estética africana con la intensidad emocional de los tonos de color disonantes y de las figuras deformadas para reflejar las preocupaciones propias de la vida moderna. Mientras tanto, Paul Klee, que formaba parte del grupo Blaue Reiter (El Jinete Azul) de Múnich, desarrollaba un imaginario simbólico transcendente. Ese interés de los expresionistas en el arte no occidental se intensificó después de una exposición de Gauguin en Dresde en 1910, al tiempo que los movimientos modernistas en Italia, Inglaterra y Estados Unidos se comprometieron inicialmente con el arte africano gracias a sus contactos con los artistas de la escuela de París
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