Nací en invierno, pero tengo conciencia de mi existencia a partir de los primeros calores de la primavera. Fue entonces cuando mis tallos crecieron vistiéndose de un verde brillante que me enorgullecía. Apoyado en la brisa me balanceaba y soñaba con el cielo azul que se proyectaba sobre mí, sueños de altura y de perpetuidad. Pronto empezó a crecer en mi extremidad una espiga, que con el peso me obligaba a inclinar la cabeza.
Un buen día, llegaron unos segadores que, poco a poco, fueron cortando nuestros tallos, el mío y el de mis hermanos, amontonándolos sin miramiento alguno. Mezclados con el polvo y a ras de suelo sentíamos miedo de un mañana que nos era desconocido. Al temor siguió el dolor pues una máquina que llamaban trillo fue despojándonos de los granos que, tan orgullosos, habíamos alimentado. El futuro ya no era nuestro y el presente aparecía rodeado de malos presagios.
Cuando sólo me quedaba un hálito de vida, me llevaron a un establo con la misión de servir de cama a unos pobres animales ¡No era el fin soñado! Yo recordaba con nostalgia el calor del sol y la frescura del agua que habían vitalizado mi ser ¿Qué triste terminar así!
Una noche oímos un ruido inhabitual. Entraron en el establo un burro, un varón y una mujer. No acierto a explicar el cambio, pero tengo constancia de que, a partir de aquel momento, nuestro mísero lugar se llenó de luz y de paz. Hablaban bajo y se expresaban con cariño. Él estaba preocupado por el bienestar de su compañera, ella intentando minimizar el dolor y la angustia para no asustarle.
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