Hacía 6 años que no venía a Casablanca. Ni a Marruecos en general. Mi madre, sus padres y hermanas nacieron aquí. Mi abuelo era pescador y todas las mañanas salía a faenar en la costa de la ciudad, siempre cerca de la Mezquita de Hassan II. Ayer le enseñé a mi madre que ahora existen aplicaciones para rastrear el tráfico marítimo, desde barcos pesqueros hasta grandes embarcaciones. Su respuesta me dio qué pensar. “Cómo han cambiado las cosas. Podríamos haber vigilado al abuelo cuando salía a pescar y no esperar a que, Dios sabe cuándo, volviera a casa”.
Efectivamente, cómo han cambiado las cosas. Sentía la ciudad más bulliciosa de lo normal. Me decía mi prima Meryem que Casablanca ya no es lo que era, que la están descuidando y que ahora, hay más hervor en las calles contra la gestión de Mohamed VI. Qué sorpresa, eso sí que es un cambio.
También me contaba que sí, que había nuevos hospitales, mejores pavimentos en las carreteras, un nuevo paseo marítimo en la Corniche —antes todo eran rocas de piedra— e incluso nuevas infraestructuras para el transporte público. Pero —el gran, pero— en el fondo, no era la Casablanca que ellos querían.
Hace años, durante el periodo de Ramadán, la ciudad organizaba grandes carpas y mercados de artesanía donde la gente se reunía al romper el ayuno. Ahora, nada. A lo largo del resto del año, organizaban festivales de cine y de música tradicional. Los marroquíes salían a bailar, participaban en concursos de arte callejero y la cultura estaba más presente que nunca. Ahora, nada.
Esos cambios han traído conseguido malestar. Hace unos días, las fuerzas de seguridad desalojaron a más de 700 migrantes subsaharianos que vivían alrededor de la estación de bus Ouled Ziane. Durante cuatro días, se puso en marcha un plan de desmantelamiento que también dice mucho del punto hasta dónde ha llegado la sociedad civil marroquí. De uno de los grandes cambios. Hay más racismo que nunca, pero eso ya es otra historia.
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