Bienaventurados aquellos que comprenden mi paso vacilante y mi temblorosa mano, quienes tienen en cuenta el esfuerzo de mis oídos para captar lo que ellos hablan; los que descubren que mis ojos están ya muy nublados y que mis reacciones son lentas.

Bienaventurados cuantos desvíen su mirada con disimulo al ver que he derramado la taza de café sobre la mesa, los que, sonriendo, me conceden un rato para charlar cosas sin importancia; aquellos que nunca dicen: ¡Ya ha contado usted eso dos veces! 

Bienaventurados los que me siguen la corriente cuando les hablo de cosas sin sentido, los que saben arreglarse para traer a la conversación cosas pasadas; los que esperan pacientes a que pueda hacer las cosas por mi mismo, y con disimulo, me ayudan cuando ya no puedo más.

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