Vivimos hoy con la absurda pretensión de olvidar la muerte, de cerrar los ojos a lo evidente e inevitable. Ocultamos la inminencia de la muerte a los demás bajo el pretexto de “no asustarlos”, como si pudiera haber alguien tan necio o tan ciego de creerse indestructible; y la eliminamos irresponsablemente de nuestras preocupaciones, como si esconderla nos preservara de algo. No es serio ni responsable ignorar la muerte. Sin angustia ni aspavientos, como simple reconocimiento de nuestra realidad y como lo que es: el momento culminante y definitivo de nuestra vida.
Hubo un tiempo en que el pensamiento profundo y la filosofía se practicaba y apreciaba como “preparación a la muerte”, estimándose como la tarea más noble de la persona humana. Y es bien sabido que la piedad de la Edad Media pedía en su oración verse libre de una muerte repentina, porque esa asunción consciente y plena del momento de nuestra despedida definitiva del mundo material, dotaba de sentido a la persona humana. Nosotros, con el prodigioso avance de la medicina y el desarrollo alcanzado por nuestra sociedad, tendemos a silenciarla y maldecirla, con frustración y desánimo; seguramente porque nos hemos endiosado y pretendemos extraer de nuestra realidad finita el aura de misterio y enigma que envuelve nuestra existencia y parece convocarla a un horizonte de plenitud inalcanzable.
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