“Sanú, sanú, sanú…” saluda Amina en idioma fulfuldé. Se lo dice a una moderna grabadora que sostiene entre las manos, un poco temblorosas por los nervios. Es la primera vez en su vida que se encuentra ante semejante artefacto. Amina, de 13 años, no sabe leer ni escribir. Nunca ha ido al colegio y trabaja desde los siete en un yacimiento de oro ilegal en el este de Camerún, muy cerca de la frontera con República Centroafricana. Su imagen y su testimonio son la prueba irrefutable de que en pleno siglo XXI el trabajo infantil es una realidad compleja y difícil de solucionar.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que más de un millón de menores de 17 años se gana la vida en este tipo de yacimientos en el mundo. En Camerún, con más de 400 sitios mineros en las regiones del este, las cifras son inciertas. Las últimas, recogidas por la Unesco en 2016, estiman que el 56,2% de los niños entre cinco y 14 años fue sometido a algún tipo de explotación laboral. “Son actividades difíciles de medir porque se hacen en la oscuridad, en la ilegalidad”, explica Doline Betdji, coordinadora del área de protección de la infancia de Unicef en el país africano.
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