El próximo sábado, 16 de julio, la liturgia de la Iglesia católica celebra la memoria de la bienaventurada Virgen del Monte Carmelo. En esta montaña situada en Israel, el profeta Elías logró que el pueblo de Israel, que se había dejado llevar por los ídolos, volviera a dar culto al Dios vivo. Allí, siglos más tarde, algunos peregrinos, ermitaños y cruzados, buscando la soledad, se retiraron para hacer vida eremítica. Esto dio origen, con el paso del tiempo, a una orden religiosa de vida contemplativa y apostólica que tiene como patrona y protectora a la Virgen bajo la advocación del Carmen.
En la fiesta de la Virgen del Carmen, los carmelitas, en sus dos ramas, la de la antigua Observancia y la Descalza, cantan a María: «Flor del Carmelo, viña florida, esplendor del cielo, virgen fecunda y singular».
La Biblia celebra la belleza de la montaña del Carmelo, una belleza que la Iglesia contempla en María, signo de esperanza en medio de tormentas de todo tipo. En tiempos del rey Acab, la tierra de Palestina sufrió una larga sequía y hambre. Sin embargo, el profeta Elías hizo saber al rey que Dios pronto enviaría lluvia a la tierra. Elías subió a la cima del Carmelo, se prosternó en el suelo con la cara entre las rodillas y dijo a su sirviente que subiera y que mirara hacia el mar. El criado miraba y miraba, pero no veía nada. Finalmente dijo: «Aparece una nubecilla como la palma de una mano que sube del mar» (1Re 18,44). El cielo se fue oscureciendo y cayó un gran chaparrón.