

«¡Te queremos José y te queremos tanto!»
Es la fiesta del más grande de entre los santos. Es la fiesta de aquel que, aceptando a María, junto con Ella encarnó a Cristo.
Una premisa, la mía, que esconde un océano ilimitado de veneración/admiración por este hombre que se presenta con un perfil humano y espiritual que enamoraría no sólo a María, sino a cualquier mujer.
José era judío, y judío «justo» (Mt 1,19) por tanto, un observante de la Ley que -con el celo de todo observante- habría puesto en práctica las normas de su filiación religiosa contra su prometida: la condena a muerte mediante la furiosa y asesina lapidación que, con un término más sofisticado, solemos llamar apedreamiento, grandes piedras lanzadas violentamente contra la condenada, hasta que se desplomaba sin vida.
Él, en cambio, por fe y amor, encuentra una primera salida entre las durísimas redes de la Ley mosaica pensando en un repudio secreto, luego rompe todo esquema legal llevándosela consigo, asumiendo a los ojos del pueblo ser el responsable de ese embarazo, acallando la Ley en su conciencia al dar espacio a la misericordia para ir… más allá de la Ley, en verdad, para buscar su perfección en su corazón y no en las prescripciones, tal como lo hizo Jesús, su hijo, más tarde.
El amor, es capaz de toda maravilla, incluida la de abolir todo ‘orden judicial’, para darse ‘a sí mismo’ la plenitud y realización que Dios ha establecido y escrito en el corazón de cada uno de nosotros. Sin embargo, hay que amar con locura a una mujer con la que te vas a casar en breve y te confiesa que está embarazada, con el pleno conocimiento de que no es ‘lo tuyo’ para comprender plenamente el corazón de José. ¿Cuánta rabia de varón herido, cuánta humillación, cuánta burla habrá tenido que soportar y rumiar en su interior? El Evangelio calla pero, ciertos sentimientos y procesos humanos son fácilmente comprensibles, nacen con el ser humano y nunca se extinguen.