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El fenómeno “ndoki” de Kinshasa

Miembro de una Iglesia africana independiente en un ritual de «exorcismo».

Me sitúo en Kinshasa para escribir estas líneas sobre un fenómeno social conocido como el “kindoki”, lo que en castellano traducimos como brujería. “Ndoki”, en lingala, es la persona acusada de poseer poderes maléficos.

Esto que escribo ahora es lo que yo viví en la capital del Congo en los años noventa, del siglo pasado. Han pasado ya muchos años, pero el fenómeno continúa hoy exactamente igual, como un mal endémico y muy característico de la capital congoleña.

Aquí en Europa, suena a quema de brujas y a Inquisición que, en otros tiempos, enviaba a brujos y brujas a la hoguera. Es bueno
guardar esa imagen como fondo de pantalla mientras hablamos del fenómeno “kindoki” en Kinshasa. Para encuadrar bien el tema es necesario conocer las raíces históricas y culturales que han favorecido el fenómeno de la brujería. La raíz cultural se basa, por un lado, en la falsa creencia de la presencia permanente de fuerzas ocultas sobrenaturales que interfieren continuamente en la vida social de los congoleños, independientemente de la formación científica que tengan.

La raíz histórica fue la vida política del Congo en los años de la presidencia de Mobutu, que condujo al país a un estado de humillación, ruina económica y desesperación. Mobutu, para contrarrestar la influencia de la Iglesia Católica, invitó a Iglesias fundamentalistas americanas a venir e instalarse en la capital Kinshasa. Con ellas empezaron a brotar por las calles de la ciudad toda clase de sectas y grupos de oración que se organizaban en torno a un “Pastor” que disponiendo de un micrófono y un amplificador reunía en cualquier cobertizo a sus fieles. Entre aleluyas y eslóganes piadosos, prometían salud, puestos de trabajo, matrimonio feliz y toda clase de bendiciones. Era fundamentalmente el “pedid y se os dará” del Evangelio, la aplicación pastoral de la conocida “Teología de la prosperidad”.

Las sectas se multiplicaban y hacían mucho más ruido que todas las parroquias católicas. Hay que decir también que el clima social de Kinshasa en aquellos años del comienzo de los noventa era de total desencanto por no decir de desesperación. Una sociedad hambrienta, castigada por nuevas enfermedades como el SIDA, y otras penurias. La solución de no pocos era la locura. Cuando se me cierran todas las salidas, cuando no sé cómo hacer para continuar a dar de comer a mis hijos, cuando todo se me viene encima, me hago el loco.

En este clima de violencia existencial y un contexto cultural propicio, la muerte repentina de un ser querido, la lluvia torrencial que arruinó su choza, el niño que nació con malformaciones, la cárcel donde lo llevan por no poder pagar la factura de la luz, su mujer
que está enferma de SIDA, se busca al culpable y se les acusa de ndokis que tienen poderes malignos.

¿Quiénes son estos culpables acusados de ndokis? Los más débiles e indefensos de la sociedad: los ancianos y los niños, siempre dentro del círculo familiar y siempre los más indefensos y malqueridos: el niño deficiente, epiléptico, el que no es hijo, sino sobrino acogido porque sus padres murieron de SIDA. Si hablamos de mal espíritu o de espíritu maléfico es evidente que esto tiene connotaciones religiosas y aquí entran en escena todas esas sectas, iglesias, grupos de oración con sus llamados pastores que automáticamente se convierten en expertos exorcistas. Cada uno con sus ritos y terapias, es, al mismo tiempo, exorcista y curandero a base de pócimas y potingues. Todo es necesario para la liberación-sanación de los poseídos.

Hay adolescentes que, como haciendo parte del ritual, son sometidos por el pastor de la secta o de la iglesia a verdaderas torturas para hacer confesar a la víctima que es verdad todo lo que se dice de él, que es culpable de la desgracia de la que se le acusa. A partir de ahí, con oraciones altisonantes gritos y mucha gesticulación expulsan al mal espíritu del niño.

No es necesario decir que esto ha sido causa de un comercio religioso muy extendido en muchos templos y lugares de culto. A una secta se la conocía con el nombre de “¡Bima!”, es decir, ¡Sal! y cuanto más fuerte se gritaba más convencida quedaba la asamblea de que de verdad el mal espíritu había salido del poseído.

La Iglesia católica en su práctica pastoral no entró en este movimiento y lo observaba con curiosidad en actitud muy crítica pero cuando vio que sus propios fieles desertaban y se iban a otras asambleas empezó a dudar y algunas parroquias, cuyos párrocos y coadjutores eran congoleños influenciados también por el movimiento de renovación carismática también abrieron sus puertas a una pastoral de sanación y liberación de “poseídos” por el diablo. Lo positivo de todo este fenómeno, que persiste en la Iglesia de Kinshasa, es la toma de conciencia que hicimos algunos sacerdotes y religiosas de que nuestra misión debía ser sobre todo sanadora. Esto nos llevó, más o menos apoyados por nuestras propias Congregaciones, a lanzarnos en múltiples proyectos de acogida de niños y jóvenes desestructurados y rechazados por la sociedad y hasta por sus propias familias. Era una auténtica pastoral de sanación basada en un amor eficaz que garantizaba a estos adolescentes una alimentación, una casa y una nueva familia, una educación escolar al menos primaria, unas relaciones sociales normales donde se sentían queridos, respetados y protegidos de toda violencia. Chicos y chicas que lograban vivir liberados de su estigma de “ndokis”.

Menos exorcismos y más amor eficaz, es lo que necesitan hoy miles y miles de adolescentes que siguen rechazados como “ndokis” y que viven en las calles de Kinshasa.

Santiago Rodríguez (Revista AFRICANA)


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