Kay Ugwuede se plantó ante sus alumnos inflada de entusiasmo. Era 2016 y la joven nigeriana —techie convencida— encaraba su primera experiencia docente. El gobierno de Osún, al suroeste del país, había lanzado tres años antes un fastuoso proyecto. Nada menos que 150.000 flamantes tabletas para un salto educativo sin precedentes. La región se zambulliría de golpe en la sociedad del conocimiento. Conectados al vértigo digital, sus jóvenes imaginarían en códigos binarios rutas sin explorar. Transformarían una tierra eminentemente agrícola en una floreciente cantera de startups.
Como profesora de Biología en un instituto de la pequeña ciudad de Ikire, Ugwuede nunca llegó a utilizar los dispositivos en clase. Cuenta que las tabletas, de calidad discutible, se estropeaban con frecuencia: “Nadie había previsto un plan de soporte para arreglarlas, así que pronto se volvieron inútiles”. Los fugaces intentos de darles un uso educativo se estrellaron contra la cruda realidad. “El sistema de electricidad era muy frágil y la implicación del equipo directivo casi nula”, explica.
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