Nuestro cerebro, más de seis veces mayor del esperable en un mamífero de nuestro tamaño, muestra una altísima densidad neuronal, lo que explica que seamos la especie más inteligente de la Tierra.
A primera vista, la respuesta a esta pregunta parece sencilla. Somos la única especie que se plantea estas cuestiones, por lo que nuestra capacidad cognitiva debe rebasar con creces la de los restantes animales, ¿verdad?
Ahora bien, no deberíamos abordar el tema sin formular antes otra cuestión: ¿cómo podemos definir –y medir– la inteligencia? Según observó Homero en el libro octavo de la Odisea, “la inteligencia es un regalo de la gracia que no todos los hombres poseen”. Y aunque esta afirmación sigue siendo válida hoy día, la verdad es que no nos aclara el asunto.
Ya en la década de los años veinte del siglo pasado, el psicólogo experimental Edwin Boring opinaba que “inteligencia es lo que miden los tests de inteligencia”. En los setenta, Ulric Neisser, considerado el padre de la psicología cognitiva, escribía que “inteligencia es la suma de los atributos de una persona prototípicamente inteligente”.
Aun suponiendo un razonamiento circular, la última definición goza de cierto consenso: presumimos de saber qué personas son inteligentes y, en consecuencia, aceptamos como medida de su inteligencia lo que nos permite identificarlas.