/ Alejandro Fernández Barrajón
Nos disponemos a celebrar una Semana Santa inquietante e histórica. Estamos secuestrados por un preocupante virus, con varias cepas ya, que nos está confinando y secuestrando derechos fundamentales. Una oleada de infectados sucede a otra y, aunque ya hay preparadas varias vacunas, bien subvencionadas de antemano, no acaban de llegar a toda la población, ya sea por falta de unidades para todos, ya por negligencia en la organización. Hay países que ya han alcanzado niveles muy altos de vacunación en la población y otros, a los que no llegará nunca como ha sucedido siempre, por falta de recursos.
En estos próximos días nos encontraremos, cara a cara, con el misterio más inquietante de la vida: La muerte del Hijo de Dios en la cruz, como un malhechor, y, en él, nuestra propia muerte.
Estamos rodeados de Pandemia, de muerte…
Hay un profundo silencio, incluso un silencio de Dios, ante la muerte de su hijo y de tantos fallecidos por culpa del Coronavirus. Se cuentan ya a millones. ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?
Semana Santa es ese momento en que queremos contemplar el misterio de la muerte, cara a cara, sin tapujos, porque no sirve de nada esconder la cabeza o mirar para otro lado mientras vamos todos muriendo poco a poco y los cadáveres se acumulan en las morgues que no dan abasto con tanta actividad. “A tus manos, señor, encomiendo mi Espíritu”.
El drama de los cristianos, decía Bernanós, es bajar del Calvario hablando de fútbol. En este momento de Calvario y de Pasión queremos arrodillarnos ante el Cristo muerto y meditar con él este largo silencio de la muerte.
Con frecuencia, queremos esconder el misterio, alejarlo de nosotros, como si así dejara de existir y de interpelarnos. Pero la muerte nos visita, de vez en cuando, en forma de cana, de arruga, de falta de ilusión, de Pandemia, de pecado. La señal más evidente de la muerte es el pecado; el pecado personal que nos hace cómplices del mal y del dolor y de los otros, y el pecado estructural o social que sostenemos con nuestra indiferencia y nuestra falta de sensibilidad y de compromiso por la justicia. Sería un grave pecado que permitiéramos que el primer mundo se vacunara y el tercer mundo no pudiera hacerlo por falta de recursos.
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