Sin contemplaciones eufemísticas, Abiodun Baiyewu se refiere a ellos como “la mafia”. Son, asegura, el establishment político-económico de Nigeria. Las élites que ostentan un lujo desbocado mientras 10,5 millones de niños siguen sin escuela en el país. Un tercio de chavales en la franja de edad de la primaria. “Más que la población entera de muchos estados”, recalca —para dimensionar el dato— esta activista, directora ejecutiva de Global Rights, con sede en Abuja, la capital del gigante africano.
Los muy ricos lucen extravagantes bólidos en burbujas residenciales como Banana Island, una exclusiva isla artificial en la costa de Lagos, núcleo económico del país y gran megalópolis subsahariana. Decoran sus mansiones con objetos prohibitivos. Les dan un barniz futurista instalando las últimas piruetas de la domótica. Y mientras, un 40% de nigerianos permanece sin acceso a sanidad básica, expuestos al azar de los remedios tradicionales. “Cada diez minutos muere una madre nigeriana por complicaciones en el parto”, continúa Baiyewu, que prefiere encarnar en tragedias cotidianas la frialdad de los números.
Si la desigualdad campa por doquier, en Nigeria parecer haber encontrado un hogar estable. Su renta per cápita (unos 1.800 euros) le sitúa en la zona media-baja de la lista que cada año elabora el Banco Mundial. El país ocupa el puesto 12 en producción de petróleo a nivel global y Lagos emerge pujante como centro financiero internacional. Sus pésimos servicios públicos no son consecuencia de un destino maldito. Ni la exigua cosecha de una tierra mísera. Otros países con niveles de renta parejos presentan, por ejemplo, índices de escolarización mucho más altos. Algunos, lejanos como Vietnam, sacan los colores a Nigeria. Otros, próximos como Ghana, desactivan las excusas que ponen el acento en un supuesto problema regional endémico.