| Jean-Paul Sartre
Como hoy es Navidad, tiene derecho a exigir que se le muestre el pesebre. Ahí está. Mire a la Virgen, mire a José y mire al Niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero puede considerarlo un tanto ingenuo. La verdad es que los personajes tienen hermosos adornos, pero son rígidos, se diría que parecen marionetas. Ciertamente no eran así.
Para entederme, sólo tiene que cerrar los ojos y le diré cómo los veo dentro de mí. La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que falta por reflejar en su rostro es una mueca de maravillosa ansiedad, una expresión de arrobamiento que sólo aparece una vez en la historia de una figura humana.
Porque Cristo es su hijo, la carne de su carne y el fruto de sus entrañas. Lo ha llevado nueve meses y le dará su pecho, y su leche se convertirá en la sangre de Dios. Y en ciertos momentos la tentación es tan fuerte que se olvida de que es Dios. Lo toma en sus brazos y dice: «¡Mi pequeño!»
Pero en otros momentos permanece turbada y piensa: «Dios está ahí», y se siente presa de un temor religioso ante este Dios mudo, ante este niño. Porque todas las madres se sienten así, por momentos, ante ese pedazo rebelde de su carne que es su hijo y se sienten exiliadas ante esa nueva vida que se ha hecho con su vida y que pueblan pensamientos extraños.
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