Guinea-Bisáu es un país pequeño, minúsculo, encajonado en una esquina de África Occidental y cuya población total apenas supera los dos millones de habitantes. Como ocurre con cualquier país africano de tamaño reducido —Gambia, Guinea Ecuatorial, Lesoto, Eritrea— lo que ocurre en esta excolonia portuguesa no importa demasiado a nadie. Es demasiado pequeño. Demasiado pobre. No cuenta con materias primas deseadas, a excepción de los depósitos marítimos de gas natural que se disputan hoy con la vecina Senegal. Su situación democrática ha sufrido en los últimos años una profunda degeneración que se suma al conflicto del siglo pasado.
Un repaso rápido a la historia reciente de Guinea-Bisáu se incluiría que se alzó en una violenta guerra de independencia contra Portugal, que concluyó tras el asesinato del líder caboverdiano Amílcar Cabral; que una vez independiente tuvo cuatro golpes de Estado exitosos y una sucesión de gobiernos intercalados entre militares y políticos del PAIGC –partido fundado por Amílcar Cabral–; y que sufrió una corta pero desoladora guerra civil entre junio de 1998 y mayo de 1999. Sin embargo, si profundizamos en este país, tres veces más pequeño que Castilla y León, encontramos detalles asombrosos.
Una historia de sublevaciones, militares y traiciones
La guerra civil de 1998 estuvo motivada por el deseo de expulsar del poder a João Bernardo Vieira, electricista de formación y dictador de profesión, y concluyó cuando Vieira fue definitivamente exiliado a Portugal tras su derrota.
Recuerdo ahora la anécdota que me contó un amigo guineano que estuvo en el ejército durante el conflicto: “El comandante del cuartel nos llamó a formar en el patio y anunció que una facción del ejército se había sublevado contra el Presidente. Entonces dijo que formásemos dos grupos, según apoyáramos la sublevación o no, asegurando que aquellos que pensaban diferente a él serían puestos en libertad sin represalias, siempre que jurasen no tomar las armas. Formamos los dos grupos. Y cuando el comandante supo quienes no apoyaban la sublevación, entregó las armas a sus fieles y nos ordenó que les ejecutáramos en el patio, porque él estaba a favor del levantamiento desde el principio. Recuerdo haber disparado en la nuca a uno de mis camaradas. Pero en ese momento no me arrepentí. Es más, me alegré de poder hacerlo”.
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