En el año 2011, antes de la intervención militar de la OTAN en Libia que puso fin al régimen del coronel Gaddafi, Jean Ping, por entonces presidente de la Comisión de la Unión Africana, visibilizó la oposición de la UA a la solución militar, adelantando el efecto bumerán que tendría en la región. Ping, poniendo como ejemplo las consecuencias derivadas de la intervención estadounidense en Somalia en 1993 en el Cuerno de África –que se mantienen hasta la actualidad–, alertó de los efectos devastadores que tal acción tendría sobre el Sahel, incendiándolo. Hoy, casi una década después, sus previsiones se han cumplido.
Recientemente, el Representante Especial de la ONU y Jefe de la Oficina de la ONU para África Occidental y el Sahel (UNOWAS), Mohamed Ibn Chambas, calificaba de devastadora la escalada de violencia en el Sahel Occidental durante 2019, concentrada principalmente en las regiones fronterizas del este de Malí, el noreste de Burkina Faso y el oeste de Níger, en la conocida como la región de Liptako-Gourma. Durante el año, la zona ha padecido un aumento sin precedentes de violencia, generando más de 4.000 víctimas mortales -4.779 según datos del International Crisis Group-. Ello indica un 86% más de personas fallecidas en relación al año anterior, así como un incremento de la violencia cinco veces mayor que la de 2016, cuando se registraron 770 muertes vinculadas al conflicto. A su vez, la inestabilidad ha repercutido en el desplazamiento forzoso, con alrededor de 900.000 personas desplazadas en la región, de las cuales medio millón se registraron en Burkina Faso solo en el año 2019 (quintuplicando los datos de principios de año).
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