Francisco ha completado su cuarto viaje a África, con República Democrática del Congo y Sudán del Sur como destinos. El periplo se ha desarrollado sin el más mínimo incidente, ni para el Papa ni para cuantos fieles le han acompañado. Este hecho ya de por sí es un éxito, dado el riesgo implícito que conlleva pisar unos escenarios donde la violencia parece devorarlo todo.
Si el Pontífice no acostumbra a andarse con paños calientes al denunciar el calvario sobrevenido a los empobrecidos de la tierra, durante esta peregrinación, lejos de rebajar su tono, lo ha recrudecido. En su primer destino, concentró su protesta en clamar contra el neocolonialismo económico que explota sin piedad, generando una corrupción que no hace sino perpetuar el hambre, las violaciones a mujeres y niños, la destrucción de la Casa común…
En el avispero sudsudanés, ha puesto contra las cuerdas a los actores del enquistado proceso de paz, para lograr un incipiente desbloqueo, gracias tanto a su impronta personal como a la minuciosa labor diplomática de la Santa Sede. Y todo, bajo el histórico gesto de rezar por la paz de la mano de los líderes anglicano y presbiteriano, las otras confesiones cristianas del país, un paso ecuménico inédito y profético.
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