Levítico 19, 1-2.17-18 — 1 Corintios 3, 16-23 — Mateo 5, 38-48
«Ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Según todos los expertos, Jesús está citando aquí el texto del Levítico que aparece en la primera lectura de este domingo: “Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo”. Pero ¿cómo puede ser eso, si ni en hebreo, griego o español, «perfecto», en el evangelio de San Mateo, y ‘santo’, en el libro del Levítico, no significan exactamente lo mismo?
Esta mañana en la Oficio de Lecturas del breviario en francés he recitado el himno “Oh Dios, que ningún ojo creado nunca ha visto, ningún pensamiento nunca ha concebido, ninguna palabra ha podido decir…”. Así que no puedo menos que sonreír al constatar las dificultades y la confusión de los autores bíblicos cuando le buscan adjetivos a Dios. ¿Qué quieren evocar al llamarlo “perfecto” y “santo”, o “consagrado” e “íntegro” en la traducción más literal de Chouraki?
Siempre según los especialistas, con esos términos los textos bíblicos quieren presentarnos a un Dios que es Trascendente, totalmente Otro; el único que posee Vida en plenitud; el único capaz de estar enteramente Presente siempre, en todas partes, en todo y en todos. ¿Difícil de imaginar? ¡Absolutamente! Por ello, personalmente prefiero decir sencillamente, y así volvemos al evangelio de este domingo, que Jesús nos pide que seamos como Dios, que seamos Dios. Nunca podré comprender eso. Pero sí que podré vivirlo si, a pesar de mi debilidad e impotencia de las que nunca podré deshacerme, dejo todo en manos de Jesús y acepto que él viva en comunión conmigo. Se trata de una convicción que ya ha aparecido a menudo en nuestra meditación de los evangelios.
Hay también en el relato de hoy una constatación sobre el modo de actuar de Jesús que quisiera compartir. La Biblia, en su conjunto, nos ofrece a través de sus textos una constante puesta al día, en respuesta a la evolución de nuestro entorno, de nuestra relación con Dios y el prójimo. Recordad un ejemplo muy conocido y muy concreto. El libro del Éxodo da una lista de fiestas en las que hay que hacer ofrendas a Dios. En los siglos siguientes a la redacción de esas leyes, las circunstancias van a evolucionar: el reino del Norte se enriquecerá y aumentarán las diferencias sociales. Así que se llevará a cabo una actualización de las leyes antiguas en el libro llamado «Deuteronomio» o «Segunda Ley». Y esta «segunda ley», al enumerar los días de fiesta, pedirá a los hebreos que compartan la celebración con ”el extranjero, el huérfano y la viuda que viven entre vosotros”. Y añadirá el motivo de tal comportamiento: “Recordad que fuisteis esclavos en Egipto”.
Según Mateo, también Jesús, comportándose como un judío, hará una puesta al día de la antigua ley: “Sabéis que está mandado… Pero yo os digo”. El mundo había cambiado mucho en los tres siglos que precedieron al nacimiento de Jesús. Ya la geopolítica del Medio Oriente, lugar de encuentro y confrontación de tres continentes, no había permitido que los judíos se aislaran de los otros pueblos. Más recientemente, Judíos y Samaritanos no habían podido evitar la «globalización” grecorromana que había seguido a las conquistas del macedonio Alejandro. Según Mateo, Jesús comenzó su predicación en las regiones de Galilea donde cohabitaban judíos y no judíos. El extranjero, el otro, el diferente, el enemigo… ya no estaba en otra ciudad, otro país u otro continente, ahora estaba aquí a mi lado. Y la actualización que hace Jesús de la ley es al mismo tiempo enraizada y revolucionaria: “Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos”. Y añade el motivo de esa actualización: “Así seréis hijos de vuestro Padre que hace caer la lluvia sobre malos y buenos”.
“Recordad que fuisteis esclavos en Egipto”. Compartid pues con ”el extranjero, el huérfano y la viuda que viven entre vosotros”. “Amad a vuestros enemigos”. “Así seréis hijos de vuestro Padre que hace caer la lluvia sobre malos y buenos”. ¡De enorme actualidad! Pero también imposible si Jesús no vive en comunión con nosotros.
Ramón Echeverría, mafr