Hechos de los Apóstoles 6, 1-7 — 1 Pedro, 2, 4-9 — Juan 14, 1-12
Cristo, Espíritu, Dios Padre… a fuerza de utilizarlos, algunas términos del vocabulario cristiano se nos hacen tan familiares que nos referimos a ellos como si supiéramos su significado. Los primeros discípulos no sintieron esa familiaridad. En los evangelios leemos que no comprendían; que Jesús no parecía estar de acuerdo cuando le llamaban «Mesías», «Profeta», «Hijo de Dios». Y que, en última instancia, no sabían muy bien cómo hablar de él, cómo describir su extraordinaria experiencia con Jesús, cómo expresar quién era Jesús.
Mateo se las apaña citando al profeta Isaías al comienzo de su evangelio: “Le pondrá por nombre ‘Emmanuel’, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. En Jesús, sus discípulos encontraban a Dios, y esa realidad será siempre mucho más importante que cualquier explicación posible. Marcos en cambio esperará al final de su relato para que sea un soldado pagano quien, el primero, proclame “Realmente este hombre era Hijo de Dios”. Jesús murió como sólo Dios puede hacerlo y, poco importa que es lo que pone detrás de sus palabras, el centurión nos invita a creer en Jesús. Por su parte, para ayudarnos a captar quién es Jesús, el evangelio de Juan menciona constantemente su relación con Dios, a quien él llama “mi Padre”. 98 veces aparece este vocablo en el Evangelio de Juan, incluyendo 46 en el discurso de la última cena con sus discípulos y 14 en el texto de este domingo. Mientras que se lee sólo 21 veces en Mateo, 9 veces en Lucas y 3 veces en Marcos.
Vengamos pues al texto de hoy. Una vez más Tomas aparece como el portavoz de nuestras dudas y perplejidades: “Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podremos saber el camino?” También Felipe interviene: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. En la respuesta de Jesús según San Juan, el silencio es tan importante como sus palabras. Silencio acerca del “allí a dónde vamos”, del mañana, de nuestro futuro… Es verdad que la esperanza que nos habita nos impide negarlos. Pero siguen siendo tan misteriosos como ese Dios del que no sabemos qué decir excepto lo que Jesús mismo dice cuando lo llama “Mi Padre”, a veces también “Nuestro padre”, y cuando nos invita a aceptar su presencia íntima dentro de nosotros.
Mientras tanto, aquí y ahora, lo que para nosotros cuenta es que Jesús es el Camino, nuestro Camino. Y que él es “Emmanuel”, “Dios-con-nosotros”’, según la expresión de Mateo. “Yo soy el Camino», responde Jesús a Tomás. “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí», le dice Jesús a Felipe.
Me suele tocar hablar sobre el Islam, a veces entre amigos, algunas veces dando charlas. Y para mostrar su buena voluntad, en una especie de ecumenismo universal, algunos me dicen: “A pesar de nuestras diferencias, todos creemos en el mismo Dios”. Mi respuesta es siempre la misma: “Todos tenemos algo muy importante en común: nuestra ignorancia del mismo Dios”. En otras ocasiones, a menudo también en el discurso oficial, nos presentamos como “creyentes”, identificándonos así con los creyentes de otras religiones. Por respeto a los numerosos mártires asesinados legalmente en Cartago acusados de no tener religión y – lo admito – porque me gusta zarandear a la gente de vez en cuando, me presento a menudo como un “cristiano sin religión”. No soy ateo, lo que sería racionalmente demasiado difícil para mí. Pero de hecho, cuando se trata de “Dios” me siento a menudo mucho más cerca de los “agnósticos” que no saben muy bien lo que saben, que de los “creyentes” que piensan que lo saben todo de Dios. “Fue en Antioquía donde por primera vez se les dio a los discípulos el nombre de cristianos. (Hechos 11,26). Y yo me siento sencillamente “cristiano”, discípulo de aquel que es mi Camino, y en quien yo veo al Padre.
Ramón Echeverría, mafr