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5º domingo de Pascua B

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Hechos de los Apóstoles 9,26-31   —   1Juan 3,18-24   —   Juan 15,1-8 

El texto de este domingo me ha intrigado muchas veces, hasta hacerme dudar si Juan (o el mismo Jesús si es que Juan ha transmitido sus mismísimas palabras) conocían el cultivo de la vid. Los sarmientos, que yo sepa, se cortan tras la vendimia, no se “podan” (la palabra tiene el sentido de limpiar, purificar). Así que he buscado en Google, y he encontrado que en el siglo II algunos productores utilizaban a veces la técnica del «acodamiento», metiendo bajo tierra algunos sarmientos para multiplicar así el número de cepas. ¿Tenían que estar esos sarmientos bien “podados”? Importa poco. Porque, en cualquier caso, lo que quiere ilustrar el texto de Juan es que, para que podamos vivir y dar frutos, nuestra unión con Jesús es absolutamente necesaria.

Pero ese texto, yo puedo leerlo sólo con mis gafas, es decir a partir de mis intereses y preocupaciones. Así que me pregunto cómo es posible que nosotros (los sarmientos), podamos permanecer en comunión con Jesús (¡la Viña que necesita de los sarmientos!), después de haber sido cortados una vez recogidas nuestras uvas. Se trata de una preocupación muy “pascual”: ¿Cómo podemos asumir lo que Pablo proclama tan a menudo, a saber que habiendo muerto con Jesús, nosotros, los sarmientos, viviremos con él?

Mi impresión es que la lógica, por muy teológica que sea, no puede responder. Sólo puede hacerlo la imaginación espiritual nacida de una vivencia. Esa experiencia indica que ningún misionero produce frutos, ningún misionero da la fe, solamente Jesús la da. O, si preferís, que sólo Jesús es misionero, que sólo él es la Vid. Y sin embargo, la experiencia también indica que Jesús ha querido tener necesidad de mí, de nosotros, y de que somos nosotros quienes llevamos los frutos. Nosotros, y los sarmientos que nos han precedido. Nosotros, y los sarmientos que Jesús producirá cuando hayamos desaparecido.  Todos tenemos esto en común, que somos portadores de los frutos de la Vid que es Jesús. Y estos frutos muestran que, incluso después de la muerte, seguimos viviendo en comunión con Jesús, y en comunión también, nosotros, los sarmientos, los unos con los otros.

Al releer lo que precede, me doy cuenta de la opacidad de mis explicaciones y de la dificultad que todos tenemos para expresar nuestras vivencias como nos gustaría. Respecto a su vivencia “crística”, es decir de su relación con Cristo Jesús, los primeros discípulos y evangelistas tuvieron, también ellos, las mismas dificultades. Lo cual no impide el que la vivencia sea real, y que no podamos ni borrarla ni negarla. Vivo en comunión con mi amiga, aunque el misterio que somos el uno para el otro nunca desaparecerá. Nuestras conversaciones y nuestros proyectos juntos habrían sido imposibles si no hubiera existido esa comunión. Vivo también en comunión con mis padres, difuntos, lo que me permite seguir contemplando sus rostros y rememorar sonriendo, tanto sus calidades como sus defectos. Y vivo en comunión con Jesucristo. ¿Cómo explicar si no la esperanza realista que me habita y esos frutos de los que he sido portador? Él es la Vid, de la que he nacido. E incluso tras haber llevado sus frutos y haber sido podado para que otros sarmientos puedan ocupar mi puesto, sigo permaneciendo en comunión con él.

¿Conclusión? El domingo pasado dimos gracias a Jesús por las ovejas que él tiene en otros rediles. Hoy podemos darle gracias porque él es nuestra Vid. Y porque portamos sus frutos. Y porque aún después de ser cortados para que otros sarmientos ocupen nuestro lugar, seguimos viviendo en comunión con él. Siempre vivientes.

Ramón Echeverría, mafr


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